Quizás nos consideremos personas trabajadoras y meticulosas.
Cuando nos ponemos a analizar un documento, nos gusta entenderlo a la perfección, y no nos quedamos tranquilos hasta que todo nos cuadra. Pueden pasar horas y parecernos minutos, cuando nos concentramos en una tarea que nos absorbe. Nos fijamos en los detalles.
Y tal vez, nos cueste trabajar en equipo, porque dependemos de lo que hacen otros.
A veces encontramos errores, y los corregimos. De paso, revisamos todo el trabajo, por si hay alguna errata cuya detección no resulte evidente.
Es posible que nos cueste confiar en el compromiso y en la dedicación de los demás, y a lo mejor, nos gustaría poder responder sólo de lo que nosotros hacemos.
Sin embargo, quizás hayamos alcanzado cierto nivel de éxito, en el que se pueda medir el valor de nuestro tiempo. Y si lo ponemos en una balanza, frente al problema que nos ocupa, es posible que simplemente no nos merezca la pena continuar intentando solucionarlo. No cuando hay otras personas que pueden resolverlo.
Parece contrario a lo que la intuición nos habría de marcar, pero llega un momento en el cual, tenemos que trabajar menos, para obtener más.
Al comenzar, el éxito va ligado al sacrificio personal. Si queremos conseguir más, tenemos que dar más.
Pero conforme crecemos, quizás nos demos cuenta de que ocurre lo contrario. Tenemos que proteger nuestro tiempo y atención. Reservarlos para aquellas decisiones, relaciones y oportunidades que necesiten de nuestras particulares habilidades y sabiduría.
A lo mejor queremos probar a centrarnos en nuestra habilidad estrella, en la que nadie puede sustituirnos. Hacer aquello en lo que nosotros somos excelentes, y atrevernos a delegar el resto.
Por añadir algo de mi experiencia personal, yo he elegido pensar que en lo que nadie puede sustituirme, es en mi papel de madre para mis hijos.
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